De niño, sus padres le apuntaron a clases de pintura. Sus primeras creaciones eran muy celebradas en la familia. Estaba claro que el don era innato. El paso del tiempo enfrió su creatividad sin llegar a congelarla, dejándola latente en su interior. Sus cuadros fueron un asunto íntimo, casi secreto. Después de casi diez años trabajando como informático, un buen día Javier Córdoba (Madrid, 1983) volvió a tomar el pincel y lo acercó a la hoja en blanco regresando así hacia su intuición más personal.
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