Entre la afanosa muchedumbre de metáforas que relacionamos con la vida, la de la cicatriz es una que nos atañe a todos. El mundo se encarga de agrietarnos, de llenarnos de fisuras, y es allí donde reside para nosotros un crisol de posibilidades; la cicatriz se convierte en una ocasión para enfrentarnos al mundo. Mas nadie ha planteado esta metáfora con tanta belleza, con tanta claridad, como los japoneses en el arte kintsugi (o kintsukuroi).
El kintsugi es la práctica de reparar fracturas de la cerámica con barniz o resina espolvoreada con oro. Plantea que las roturas y reparaciones forman parte de la historia de un objeto y deben mostrarse en lugar de ocultarse. Así, al poner de manifiesto su transformación, las cicatrices hiembellecen el objeto.
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